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Con esta espada haced justicia, detened la iniquidad, proteged la Santa Iglesia de Dios, auxiliad y
defended a viudas y huérfanos, restituid las cosas que han decaído, conservad las cosas restituidas,
castigad y reformad lo que está mal, y confirmad lo que está bien.
¡Pero escuchad! Hay vítores en Whitehall; la multitud se mueve, la doble hilera de soldados se pone fir-
mes, y aparecen los barqueros del rey con fantásticas vestimentas medievales de color rojo, como la van-
guardia de un desfile circense. Luego una carroza real, llena de damas y caballeros de palacio acompañados
de lacayos y cocheros magníficamente ataviados. Más carruajes, lores, chambelanes y damas de la corte...
todos lacayos. Luego los guerreros, la escolta del rey, generales bronceados y endurecidos, llegados a Lon-
dres de todos los rincones de la tierra, oficiales de cuerpos de voluntarios, de la milicia y de tropas regula-
res; Spens y Plumer, Broadwood y Cooper que liberaron Ookiep, Mathias de Dargay, Dixon de Vlak-
fontein; el general Gaselee y el almirante Seymour de China; Kitchener de Kartum; lord Roberts de la India
y de todo el mundo... los hombres de guerra de Inglaterra, maestros de la destrucción, ingenieros de la
muerte. Una raza de hombres que nada tiene en común con la que está en los talleres y los suburbios, una
raza de hombres totalmente distinta.
Pero ahí vienen, con toda la pompa y seguridad de su poder, y siguen viniendo, estos hombres de acero,
estos señores de la guerra que han puesto bridas al mundo. Mezclados, pares y comunes, príncipes y maha-
rajahs, caballerizos del rey y alabarderos de la Guardia. Y llegan los coloniales, hombres ágiles y osados; y
están todas las razas del mundo: soldados de Canadá, Australia, Nueva Zelanda; las Bermudas, Borneo, Fiji
y Costa de Oro, de Rhodesia, Colonia del Cabo, Natal, Sierra Leona y Gambia, Nigeria y Uganda, de Cey-
lán, Chipre, Hong Kong, Jamaica y Wei-Hai-Wei, de Lagos, Malta, Santa Lucía, Singapur, Trinidad. Y los
hombres sometidos de la India, jinetes atezados, maestros con la espada, feroces y bárbaros, resplandecien-
tes con sus ropas escarlata y carmesí, sikhs, rajputs, birmanos, provincia por provincia, casta por casta.
Y ahora la Guardia Montada, una visión de hermosos caballos color crema, una panoplia dorada, un
huracán de vítores, el tronar de la música: «¡El Rey! ¡El Rey! ¡Dios salve al Rey!» Todos se han vuelto
locos. El contagio me arrastra... también quiero gritar «¡El Rey! ¡Dios salve al Rey!» Hombres harapientos,
con lágrimas en los ojos, agitan sus sombreros y gritan extasiados: «¡Dios le bendiga! ¡Dios le bendiga!
¡Dios le bendiga!» Y ahí llega, en esa suntuosa carroza dorada, la gran corona relampagueando en su cabe-
za, con la dama de blanco que le acompaña también coronada.
Hago esfuerzos para serenarme y convencerme a mí mismo de que todo esto es real y auténtico, no una
visión del país de las hadas. No lo consigo, y es mejor así. Prefiero creer que toda esta pompa, vanidad,
ostentación e incalificable necedad viene del país de las hadas, antes que aceptar que es el comportamiento
de gente cuerda y sensata que ha dominado la materia y desvelado los secretos de las estrellas.
Príncipes y sus descendientes, duques, duquesas y toda clase de personas coronadas pasan ante nosotros;
más guerreros, lacayos, gentes sometidas, y el espectáculo ha terminado. Salgo de la plaza con la multitud y
Librodot Gente del abismo Jack London
me encuentro en un laberinto de calles estrechas donde las tabernas son un clamor de borrachos, hombres,
mujeres y niños mezclados en un colosal libertinaje. Por todas partes suena la canción favorita de la Coro-
nación:
Oh, el día de la Coronación, el día de la Coronación tendremos jarana, un jubileo, y gritaremos
Hip, Hip, Hurra, pues estaremos alegres bebiendo whisky, vino y jerez, todos estaremos alegres el
día de la Coronación.
Está lloviendo a raudales. Por la calle avanzan tropas auxiliares, negros africanos y asiáticos amarillos,
con turbantes y descalzos, y coolíes balanceándose bajo el peso de las ametralladoras y las baterías de mon-
taña, y los pies desnudos de todos ellos hacen un ruido silbante en el asfalto embarrado. Las tabernas se
vacían como por ensalmo, y los atezados leales son vitoreados por sus hermanos británicos, que al instante
se reincorporan al jaleo.
  ¿Qué le ha parecido el desfile, compañero?   le pregunté a un anciano que permanecía sentado en un
banco de Green Park.
  ¿Que qué me ha parecido? Una estupenda oportunidad   me dijo  para echar un sueñecito, con toda
la bofia ocupada. Así que me tumbé en aquel rincón con otros cincuenta. Pero no pude dormir; estaba ham-
briento y me puse a pensar en cómo había estado trabajando toda mi vida y ahora no tengo ni donde apoyar
la cabeza; oía la música, los gritos, y los cañonazos, y casi me convertí en anarquista y deseé volarle los
sesos al Lord Chambelán.
Ni él ni yo pudimos aclarar por qué tenían que ser los sesos del Lord Chambelán, pero el hombre conclu-
yó que así es como se sentía, y no hubo más discusión.
A medida que caía la noche, la ciudad se convirtió en un ascua de luz. Estallidos de colores, verde, ámbar
y rubí, saltaban a la vista en cualquier punto, y las letras ER, grabadas en el cristal e iluminadas con gas,
estaban en todas partes. Las multitudes en las calles aumentaron en cientos y miles, y, aunque la policía
actuó con energía, abundaban los desmanes, las borracheras y los escándalos. Los fatigados trabajadores
parecían haberse vuelto locos con el jolgorio y la excitación, y se les veía bailando por las calles, hombres y
mujeres, jóvenes y viejos, cogidos del brazo en largas hileras, cantando «Puedo estar loco, pero te amo»,
«Dolly Gray» y «La madreselva y la abeja», esta última con un letra parecida a esta:
Tú eres la miel, madreselva, yo soy la abeja, me gustaría sorber la miel de tus labios rojos.
Me senté en un banco del Embankment y contemplé las iluminadas aguas del Támesis. Se acercaba la
medianoche y ante mí pasaban gentes de clase alta, esquivando las calles más ruidosas, de regreso a sus
hogares. Junto a mí se sentaban dos criaturas harapientas, hombre y mujer, dormitando. La mujer permane-
cía con los brazos cruzados sobre el pecho, su cuerpo en constante movimiento; ahora se inclinaba hacia
delante hasta que parecía que iba a perder el equilibrio; ahora se inclinaba hacia la izquierda hasta apoyar la
cabeza en el hombro de su compañero; ahora hacia la derecha, hasta que el dolor la despertaba y se queda-
ba quieta y rígida. Y otra vez se inclinaba hacia delante y repetía todo el ciclo hasta que el dolor la volvía a
despertar.
De vez en cuando, adolescentes y jóvenes se detenían detrás del banco y proferían súbitos y terribles gri-
tos. Esto despertaba bruscamente al hombre y a la mujer, y a la vista de la angustia y sorpresa que se refle-
jaban en sus rostros, la gente reía a carcajadas y luego seguía su camino.
Lo más sorprendente era aquella falta de piedad que todos demostraban. Los pobres sin hogar sentados
en bancos, vagabundos inofensivos que pueden ser molestados, son algo corriente. Mientras permanecí en [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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