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mientras le decía que iba a perfilar su ombligo con su lengua, que iba a dibujarle con saliva
la columna vertebral, que iba a devorar su sexo y hacerle sentir un terremoto en el vientre.
Qué diferentes eran de esas personas que creen que si no las respetan las ofenden, piensa
ahora Andrea, que sólo conciben la pareja en la posesión, que hacen de su vida un presidio
en el que los celos son perros de lo que una vez fue llamado amor y después no es nada más
que costumbre. "Nuestro amor no tenía carceleros", se repite casi en voz alta, y el eco le
devuelve un susurro en el silencio de la noche: "...ella sabía que yo no me iba a escapar
jamás, que esperaría cuanto fuese necesario hasta que viniera, o hasta que me llamase por
teléfono, o hasta que recibiera una carta en la que me dijese que siguiera esperando hasta
que viniera o hasta que me llamase por teléfono."
17
Andrea vivía entregada a Carmen mientras en el estudio crecían y se amontonaban
mil diseños de escaparates y decoración de locales nocturnos de copas y de terrazas de
verano. Febrero era un mes de espera primaveral y florecían los almendros, el ansia
renovadora y el acné, fatiga de un invierno que se hacía viejo pero no acababa de morir. Se
apretó el horario de un modo asfixiante, pero Andrea, como un apóstol en apuros, hizo
todos los milagros necesarios para poder liberar cada una de las tardes que Carmen quiso
apilar para pasarlas juntas. Sólo Damià ironizaba sobre el exceso de ausencias y decía que
iba a reivindicar su horario, sin motivo, porque la verdad era que a lo largo de la semana
Andrea trabajaba por lo menos diez o quince horas más que él, y todo el mundo lo sabía en
el estudio. Pero Damià aprovechaba aquellas fugas de sobremesa, cuando recibía una
llamada de Carmen, para ponerla en evidencia, lo que Andrea tuvo que cortar de raíz una
tarde de rabia que no quiso contener, enfrentándose a sus ojos guiñados y comparando en la
reunión de fin de mes los objetivos, horarios y productividad de ambos para que se callase
de una vez. Avergonzado sin admitirlo, intentó una gracia como escudo de humo,
invitándola esa noche a cenar con la condición de que se pusiera minifalda, algo que Juanjo
no le recriminó aunque sintiera arañazos en los ojos por la forma en que Andrea lo miró.
Para huir de aquellas miradas de Damià, Andrea estaba obligada a usar pantalones,
cualquier falda podía ser interpretada como una provocación a su bragueta, y en las
reuniones de empresa tampoco podía desabrocharse el primer botón de la camisa, ni mucho
menos prescindir del sostén. Era asqueroso sorprenderle rebuscando ángulos y esperando
descuidos para no ver nada en las ranuras del escote, sólo para encontrar una bocanada
agria de asco en los pliegues más profundos de su garganta; Andrea no podía creer que aún
quedase alguien así. Nunca se ponía falda porque se cansó de oír comentarios cada vez que
se la ponía, y además porque la falda era algo así como una frivolidad. Si de por sí era difícil
que en un ambiente laboral cerrado, tiranizado por la idea de la masculinidad, la tratasen en
serio y la respetaran, cuanto más se diferenciara de sus cánones menos posibilidades tenía
de que la viesen como a un compañero, como a una profesional. Los pantalones eran la
única salida para no sentirse presa de un millón de confusiones malditas.
En febrero se amontonó trabajo sobre trabajo, pero estuvo siempre dispuesta cuando
sonó el teléfono. Fue Carmen quien tuvo mayores problemas con las escapadas: los niños
cayeron enfermos de gripe uno después del otro, y no hubo modo de aliviar el terror de que,
con tanta desinformación en los medios de comunicación, pudiese tratarse de una
meningitis, porque la epidemia de miedo se extendió sustituyendo a la que no existió de la
enfermedad; ni tampoco hubo manera de convencer a Joan de que se quedara en casa,
cuidándolos. En febrero se vieron poco pero tan intensamente que Andrea terminó por
convertir en verdad la idea de que nunca encontraría a nadie como ella, que estaba tan
pegada a su piel que ya no podría desprenderse jamás. A su lado, cada día era Navidad.
18
Montse y Laura. ¿Por qué, de repente, se asoman a su memoria el rostro severo de
Montse junto al de Laura, siempre sonriente? Quizá porque a Montse nunca le gustó
Carmen, aunque por respeto, o porque su carácter fuera así, no se lo dijese. Ellas eran las
únicas amigas con quienes se podía desahogar cuando se rebelaba en el estudio y sus tripas
pedían venganza retorciéndose en hidras de rabia. Un día Andrea les preguntó cómo
conseguían vivir sin sentirse agredidas, cómo hacían para poder pasear de la mano sin que
los ojos de la gente les hiriera, y ellas se miraron y sonrieron burlonas. Cuatro años de vivir
unidas desafiando al mundo les había dado la serenidad necesaria para contemplar la
puesta de sol sin temor a las tinieblas, ni la lejanía de la luna sintiendo soledad. Eran fieles a
sí mismas y no se culpabilizaban por ello; en realidad, se eran fieles también entre ellas
porque, cuando en otro tiempo se acostaron con Andrea, cada una por su lado sin decírselo
a la otra, lo tomaron por una infidelidad menuda en la fidelidad eterna que se prometieron
sin palabras, el ensanche de un círculo que apenas se había abierto, una sombra más en el
armario de sus vidas. Andrea les preguntó qué hacían para ser libres y sonrieron, mirándose
con complicidad: "Ellos creen que somos amigas, ¿acaso no es normal que dos amigas vivan
juntas, o vayan de la mano? Así se desentienden". Y le dijeron: "El miedo lo tienes tú, porque [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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