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daba vida había cambiado y el contraste entre ambas produce grave
disonancia. Eurípides conserva el aparato, los coros, el metro, los per-
sonajes heroicos y divinos de Esquilo y de Sófocles; pero les quita
grandeza con el sentimiento y las intrigas de la vida corriente, pone en
su boca discursos de abogados y sofistas, se complace en mostrarnos
sus errores, sus debilidades, sus quejas. Voltaire acepta o se impone
las apariencias exteriores y la grandiosa maquinaria del teatro de Ra-
cine y Corneille, confidentes, grandes sacerdotes, príncipes, princesas,
amor elegante y caballeresco, verso alejandrino, estilo general lleno de
nobleza, sueños, oráculos y dioses. Pero inserta en este ambiente la
intriga emocionante tomada del teatro inglés; trata de darle un barniz
histórico, añadiendo además intenciones filosóficas y humanitarias;
insinúa ataques a la realeza y al clero, es innovador y filósofo a desho-
ra y fuera de lugar. En ambos autores citados, los diversos elementos
de la obra escénica no colaboran para producir un efecto buscado. Los
pliegues antiguos cohíben el moderno sentimiento; los sentimientos
modernos alteran la perfección de los pliegues antiguos. Los persona-
jes permanecen indecisos entre dos papeles distintos; los de Voltaire
son príncipes iluminados por la Enciclopedia; los de Eurípides son
héroes cultivados por la escuela de retórica. Bajo este doble disfraz
flota la verdadera figura; no puede distinguirse o, por mejor decir, no
vive mas que por intermitencias, de tanto en tanto. El lector abandona
ese mundo que se destruye a sí mismo y va en busca de obras donde,
como sucede en los seres vivos, todas las distintas partes son órganos
que cooperan al logro de un mismo efecto.
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Filosofía del arte donde los libros son gratis
Tales obras existen en la plenitud de las épocas literarias, en el
momento en que el arte florece; antes estaba en germen, después ya se
marchita. En este instante pleno, la convergencia de los efectos es
completa y una armonía admirable equilibra entre sí los caracteres, el
estilo y la acción. A este momento corresponde en Grecia la obra de
Sófocles, y, si no me equivoco, aun más la de Esquilo; cuando la tra-
gedia fiel a su origen es todavía un canto ditirámbico; cuando el sen-
timiento religioso del iniciado la penetra por entero; cuando las
figuras gigantescas de la leyenda heroica o divina tienen toda su gran-
deza; cuando la fatalidad, dueña de la vida humana y la justicia, guar-
da de la vida social, tejen y cortan el destino, a los sones de una poesía
obscura como el oráculo, terrible como la profecía, sublime como una
visión.
En Racine podéis admirar la perfecta concordancia de la habili-
dad oratoria, de la dicción pura y noble, de la sabia composición, de
los desenlaces preparados, del decoro teatral, de la cortesía principes-
ca, de las delicadezas y conveniencias de corte y de salón. Análogo
concierto hallaréis en la obra compleja y varia de Shakespeare si ob-
serváis que, para pintar al hombre intacto y completo, ha tenido que
emplear los versos más poéticos al lado de la prosa más familiar y
todos los contrastes de estilo reveladores de los altibajos de la natura-
leza humana, la ternura delicada de los caracteres femeninos y la vio-
lencia indómita de los caracteres varoniles; la ruda crudeza de las
costumbres populares y el refinamiento alambicado de las maneras
mundanas; la charla de las conversaciones corrientes y la exaltación
de las emociones extraordinarias; lo imprevisto de los sucesos menu-
dos y la fatalidad de las pasiones desmedidas.
Por diferentes que sean los procedimientos, siempre tienen una
total convergencia en las obras de los grandes escritores. Son conver-
gentes en las fábulas de La Fontaine lo mismo que en las oraciones
fúnebres de Bossuet, en los cuentos de Voltaire como en las estrofas de
Dante, en Don Juan, de Lord Byron, y en los diálogos de Platón, en
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Hipólito Adolfo Taine donde los libros son gratis
los autores antiguos y modernos, en los clásicos y en los románticos.
El ejemplo de los maestros no impone a los sucesores ni estilo, ni es-
tructura, ni forma alguna determinada. Autores hubo que consiguieron
el éxito en una dirección; otros pueden encontrarla por opuesto cami-
no; sólo una cosa es imprescindible: que la obra siga un camino único,
que marche con toda su energía hacia un fin, único también. El arte,
lo mismo que la naturaleza, vacía sus criaturas en moldes muy diver-
sos; pero para lograr que la criatura sea viable es preciso, en la natu-
raleza y en el arte, que las diversas porciones constituyan un conjunto
y que hasta la mínima partícula del elemento más insignificante sea
fiel servidora del resultado total.
IV
Quédannos ahora por considerar las artes que representan al
hombre corpóreo y el estudio de los distintos elementos que las cons-
tituyen, especialmente en la pintura, que es el arte de mayor riqueza.
Lo primero que observamos en un cuadro son los cuerpos vivos que lo
ocupan, y en esos cuerpos hemos distinguido ya dos partes principales:
el armazón general óseo y muscular, es decir, el hombre sólo de carne
y hueso, y la envoltura exterior que cubre este hombre de huesos y
músculos, es decir, la piel sensible y coloreada. Desde luego compren-
deréis que ambos elementos deben armonizarse. La piel blanca y fe-
menina del Corregio no puede extenderse sobre las musculaturas
heroicas de Miguel Ángel. Lo mismo ocurre con un tercer elemento:
la actitud y la fisonomía; algunas sonrisas disuenan en determinados
cuerpos; nunca un luchador sobrealimentado, una Susana ostentosa o
una Magdalena tentadora de Rubens pueden tener la expresión pensa-
tiva, delicada y honda que pone Leonardo en los rostros que pinta.
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